"No, ahora es cuando me enfado. Cuando no tengo dinero, no puedo beber un refresco y, cuando tengo dinero, no me dejan beberlo. Entonces, ¿cuándo voy a poder beber un refresco?"
Emil i Lönneberga, en un cuento infantil de Astrid Lindgren
Chá nos mandó un mensaje en forma de chaparrón en el que nos decía que nos comiéramos nuestros melocotones (corazones incluidos) y sacrificáramos un chino si queríamos una tregua. Mandamos una avanzadilla para secuestrar a un oriental de buen ver que pudiera satisfacer las ansias de sangre de Chá, pero lo más que encontramos fue un peluche con forma humana al que le pusimos un kimono hecho con bolsas de salchichas y un gorro platicurtico que diera el pego. Fuera por el sacrificio del peluche o por la infinita misericordia de Thor, enemigo acérrimo de Chá, la lluvia dio una tregua que nos permitía disfrutar de una excursión a Kristianstad. Semejante espectáculo de civismo debía ser compartido por todo el contingente madrileño.
La idea se nos tornaba peligrosa para los cuatro scouters de nuestra tropa: treinta y seis adolescentes con dinero, en una ciudad extranjera, sin control parental y con muchas, muchas tiendas de ropa, deporte y cosméticos a su alcance. En ese preciso instante a Paris Hilton se le erizaron los vellos.
La misma odisea que tuvimos que hacer el primer día para conseguir comida o dos días después para vestir a Paula debíamos repetirla hoy de nuevo pero con cuarenta personas. Como si de una rutina se tratara cogimos el bus a las afueras del Jamboree, este nos dejó en el chek-in point, allí tomamos el segundo bus dirección al centro de Kristianstad y en quince minutos estabamos bajandonos. ¡De memoria, sin incidentes y sin tener que tumbarnos en el suelo para parar el autobús!, todo un mérito.
Justo en el momento en que fui a pagar los billetes del segundo autobús descubrí con sorpresa que me había dejado la cartera en el campamento o quizá la hubiera perdido. Nada infrecuente para un TDAH. Preferí no decirle nada a los ocho componentes del contingente roquenublense por si se volvían locos ante la posibilidad de no comprar nada en la ciudad.
Es curioso, pero desde que llegáramos hace casi una semana aquí, ninguno me ha pedido cargar su tarjeta de dinero con los cincuenta euros que decidimos destinar para los días del Jamboree y los que han recibido dinero en su tarjeta por cargos hecho por internet desde Madrid apenas han gastado uno o dos euros en un helado.
Según bajamos del bus, detalles que el día anterior nos habían dejado boquiabiertos pasaron totalmente desapercibidos para ellos: las bicis sin cadena, las calles limpias, las paredes sin pintadas, los canalones con una apertura y una rejilla para evitar que la suciedad pase al alcantarillado, ocho cubos de basura para cada uno de los ocho tipos de residuo en que separan los suecos. Esto no auguraba nada bueno, eran adolescentes y ya habían puesto sus ojos y su cerebro en modo "compras". Tenía que decirles que no tenía la tarjeta y por ende dinero antes de que se encapricharan de algún trapito. Me armé de valor, los junté en círculo y como si de un tema vanal se tratase les comenté que me había olvidado la tarjeta en el campamento y por lo tanto no podía sacar dinero, se me ocurrió ante el miedo y la ansiedad una solución meridiana, que pidieran prestado dinero al resto si se encaprichaban de algo y que luego yo se lo daría al llegar al campamento. Y entonces ocurrió, subieron los hombros al unísono y con cara de indiferencia me dijeron que no importaba, que no comprarían casi nada y punto. Un rayo de luz atravesó las nubes y se posó sobre sus cabezas; una nueva generación había llegado: la adolescencia sensata.
Los scouters no dábamos crédito a semejante acontecimiento. La piel se nos puso como un avestruz desplumado, los ojos vidrioso de la emoción, la lengua bloqueada y los brazos deseosos de abrazarles y darles las gracias. Paris Hilton vomitó al otro lado del mundo.
Tal muestra de sensatez, solo comparable con la conversión de Pablo de Tarso tras la caída del caballo nos hizo darles toda nuestra confianza. Tenían todas las calles del centro de Krisrianstad para pasear, entrar, salir, descubrir, preguntar y sobre todo disfrutar. Dos horas después nos veríamos al otro lado de la zona céntrica y comercial para comprobar si efectivamente habrían podído superar la tentación.
Nosotros aprovechamos el rato para comprar papel aluminio para los bocadillos de la comida y una lona impermeable para la cocina que habíamos empezado a construir desde el principio del campamento, siendo conscientes en el mismo instante en que pagábamos que al día siguiente dejaría de llover.
Con la compra hecha y el tiempo casi expirado nos dirigimos al punto de encuentro para ver la fortaleza de los "adolescentes sensatos". El que más se había comprado tenía una saca mochilera de tres euros sobre la espalda, los demás se habían apañado para cagar un helado del McDonals con monedas de euro.
Nos fuimos todos juntos al parque del teatro central a comer. El lugar era una preciosa pradera con un teatro decimononico, varios lagos, un río, una pérgola con un jardín inglés y una paseo de castaños de indias centenarios que en algún momento, previo al diluvio universal, darían sombra. El típico parque en cuyos rincones gozarían los impresionistas de principios del XX.
Con la comida aun en la boca tuvimos que irnos a la parada del autobús para poder llegar a tiempo a la "Celebración del Faro", un acto en el que participantes de muchos países presentaban en un dialogo abierto las características de cada una de las catorce religiones presentes en el Jamboree y buscaban los puntos comunes a todas ellas en vez de cerrarse en las diferencias que enfrentan a los que gobiernan el mundo. Otra llama, casi hoguera, de esperanza que reunió en el Event Arena a muchos participantes, ISTs y scouters.
Este acto acabo poco antes de lo previsto cuando el cielo volvió a desplomaras sobre nosotros. En la distancia que recorrimos desde la entrada hasta nuestra tienda de campaña no hubo nada ni nadie que no acabara mojado. Ahora sí que sí, teníamos ropa para cambiarnos pero todo, absolutamente todo el calzado mojado, pocas posibilidades de secaron y michos días por delante; otro jarro frío que se sumaba al de la lluvia.
Dicen que después de la tormenta simple llega la calma, pero en este caso llegó el reparto de la tarea para hacer de nuestra torreta inicial una cocina juvenil y funcional.
Al igual que en los años de oro del colomialismo español del siglo XV, durante un par de días habíamos tenido la bandera más alta de nuestro campo, pero en cuanto llegaron los "nietos de Baden-Powell" e hicieron sus construcciones infinitas, nuestra bandera quedo en la media de las demás. Imposible competir con los mastiles de diez o quince metros de otros paises con aguilas imperiales en lo alto, como EEUU., o con luz en lo alto como Reino Unido. Frustrados por el desbanque y empujados por la situación atmosférica cortamos el sobrante superior de los troncos que debían ser nuestra segunda planta e hicimos dos encimeras a cada lado para dejar platos, menaje y comida, clavamos puntas para los paños e hicimos una repisa y un tendedero autotensable, tecnología punta del mundo scout.
Mientras ultimábamos los preparativos de la cocina y colocábamos los cacharros y fogones en las encimares un gran claro de cielo apareció entre la nubes. Podíia ser el comienzo del final y por supuesto tras la compra de cuarenta euros y la paliza del montaje.
La cena pasó deprisa y los chavales se fueron a la cama pronto, pues al día siguiente nos esperaba el "Camp in camp" o lo que es lo mismo la posibilidad de compartir campamento con un grupo scout terruño.
Los scouters aprovechamos para darnos una ducha, pues había corrido el rumor por el campamento de que había agua caliente. Sería difícil recordar como es eso de ducharse. Probablemente tengamos que volver a aprenderlo cuando volvamos a Madrid.
Aquí, hasta la ducha es una aventura. Cuando llegamos a las duchas un fuerte olor, mezcla de contrastes, inundaba la carpa en que se encuentran. Cuando fuimos a meternos en uno de los platos, un regalo en forma de evacuación intestinal nos miraba desde el suelo como con culpabilidad. Ya conocíamos la fuente de un de los olores, el otro serian los miles de geles y champús empleados. La temperatura del agua oscilaba continuamente entre los cero y los mil grados, por lo que la ducha se convirtió en un baile curioso. En cualquier caso esto era mejor que la ducha de agua gélida que tuvimos que darnos en el campo de los adultos ante el rumor de que allí el agua estaba muy caliente; aquel día, el tercero del Jamboree, acabamos con la piel y los labios morados y mareados de tener ese agua continuamente cayendo sobre nuestras cabezas.
Estas estaban siendo nuestras vivencias del Jamboree, lo demás o ruido o silencio.
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